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Una figura clave en la historia norcoreana

Kim Yong-nam, fallecido a los 97 años, fue uno de los funcionarios más longevos y discretos del régimen norcoreano. Durante más de seis décadas, sirvió con lealtad inquebrantable a tres generaciones de la dinastía Kim: Kim Il-sung, Kim Jong-il y Kim Jong-un. Su capacidad para mantenerse en segundo plano, sin desafiar ni destacar, lo convirtió en un símbolo de estabilidad dentro de una estructura política marcada por purgas y cambios abruptos.


Entre 1998 y 2019, ocupó el cargo de presidente del Presídium de la Asamblea Suprema del Pueblo, lo que lo convirtió en jefe de Estado ceremonial. Antes, fue ministro de Asuntos Exteriores durante 15 años, consolidando la imagen internacional del país en medio de su aislamiento.


Orígenes y formación.
Aunque las fuentes oficiales afirman que nació en Pyongyang en 1928, algunos académicos sostienen que su origen está en Manchuria, bajo el nombre de Kim Myong-sam. Lo cierto es que su formación fue rigurosa: estudió en la Universidad Kim Il-sung y en la Universidad Estatal de Moscú, lo que le dio una perspectiva internacional poco común en la élite norcoreana.


Su perfil diplomático, sumado a una fidelidad absoluta al Partido de los Trabajadores de Corea, lo posicionó como un funcionario confiable y útil en momentos clave.


Ascenso y consolidación.
Kim Yong-nam comenzó como redactor de discursos para Kim Il-sung y ascendió rápidamente en el aparato estatal. Como canciller, fortaleció los vínculos con países del Movimiento de los No Alineados y encabezó delegaciones oficiales en África y Asia. En 1998, fue nombrado jefe de Estado por Kim Jong-il, convirtiéndose en el rostro institucional del país ante el mundo.


Recibió las máximas condecoraciones del régimen: la Orden de Kim Il-sung, la Orden de Kim Jong-il y el título de Héroe del Trabajo. Su papel fue clave en momentos de apertura diplomática, como en los Juegos Olímpicos de Invierno de Pyeongchang en 2018, donde encabezó la delegación norcoreana junto a Kim Yo-jong.


El arte de sobrevivir en un régimen implacable.
En un sistema donde una palabra fuera de lugar puede costar la vida, Kim Yong-nam logró retirarse sin haber sido objeto de purgas ni sanciones. Su éxito radicó en su perfil bajo, su prudencia y su habilidad para adaptarse a cada líder sin generar fricciones. Nunca mostró ambiciones personales ni alianzas internas, lo que le permitió navegar las turbulentas aguas del poder norcoreano.


Expertos lo describen como un burócrata ejemplar: reservado, obediente y siempre alineado con la narrativa oficial. En Pyongyang, se decía en tono de broma que “no tenía huellas dactilares, de tanto frotarse las manos ante los líderes supremos”.


Legado.
Con su muerte, desaparece el último representante de la generación fundacional del régimen norcoreano. Kim Yong-nam deja un legado de disciplina institucional y supervivencia política en uno de los sistemas más cerrados del mundo. Su trayectoria es testimonio de cómo, en Corea del Norte, la lealtad absoluta y la invisibilidad estratégica pueden ser más valiosas que el poder visible.

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